21. ¿POR QUÉ DEFENDER LA TAUROMAQUIA?



 
¿Por qué defender la tauromaquia? La pregunta se contesta por sí sola con una lectura reflexiva de todo el blog, especialmente de los dos últimos apartados. Sin embargo,  posiblemente nadie haya respondido mejor a esta cuestión que el filósofo y catedrático Francis Wolff. Su libro “50 razones para defender la corrida de toros” constituye la defensa más razonada, lógica y a la vez sencilla que pueda hacerse del fenómeno taurino. Un libro clarificador, breve y barato. Un libro que debería estudiar cualquier persona antes de emitir un juicio sobre la tauromaquia. Y un libro que supone una verdadera arma pacífica contra la intolerancia, la incultura, la xenofobia  y la intransigencia. A él me remito.  

Por este motivo no procede realizar aquí una exposición de todo el argumentario que fundamenta la defensa del espectáculo taurino. Ni tampoco citar todas las publicaciones relevantes en el ámbito de la apología taurina. Simplemente, trataremos de reflexionar brevemente sobre la naturaleza de esta defensa dentro del debate social. 

La fundamentación de la tauromaquia debe abordarse desde una perspectiva multidisciplinar. Las razones y argumentos a favor del espectáculo taurino proceden de diferentes campos: la ética, la filosofía, la antropología, la ecología, el derecho, la historia, el arte, la economía…

Los principales argumentos, los más importantes, son los argumentos éticos. Si la tauromaquia no fuera un espectáculo ético, no tendría sentido aducir argumentos económicos. Como todos sabemos, la industria de armas posee un gran peso económico, pero esto no convierte a la guerra en una actividad ética. Evidentemente, no es un caso comparable. La tauromaquia es un espectáculo absolutamente ético y, por lo tanto, lícito y legítimo. Y además contiene un legado de valores universales (ver apartado 20). 

Después vendrían los argumentos antropológicos, relacionados con el valor de un fenómeno de raíces milenarias, presente en las más remotas civilizaciones, como es el enfrentamiento atávico entre el hombre y el toro. Junto a ello, todos los argumentos culturales, históricos y sociales derivados de la gran importancia del fenómeno taurino a lo largo de la historia de la humanidad. La fundamentación filosófica es abordada con brillantez en otra obra del catedrático Francis Wolff: “Filosofía de las corridas de toros”. Los argumentos artísticos proceden de la propia condición de la tauromaquia como arte (ver apartado 19).  Los argumentos ecológicos son evidentes, dada la gran importancia de la tauromaquia dentro de la ecología y su enorme beneficio en la preservación del medio ambiente (ver apartado 7). 

Los argumentos legales son esenciales para afrontar los ataques injustificados,  infundados y con frecuencia ilegales por parte del movimiento animalista. La tauromaquia es un espectáculo legal, además de ser ético y lícito. El derecho resulta fundamental para preservar y potenciar una manifestación cultural y artística de primera magnitud. Y por supuesto, junto a todo ello, también están los argumentos económicos, relacionados con la capacidad productiva de una actividad totalmente ética y lícita. Economistas de la talla de Juan Medina, Diego Sánchez o Juanma Lamet han estudiado el gran peso económico de las actividades taurinas y su enorme capacidad de dinamizar la economía, generando riqueza y empleo (ver apartado 13). 

Sin embargo, en el fondo no se trata de una cuestión de argumentos, sino de sensibilidades. Evidentemente, el animalista-antitaurino elaborará su propio argumentario, intentando fundamentar su posición y tratando de discutir y rebatir los razonamientos taurinos. Se trata, a fin de cuentas, de una confrontación entre sensibilidades distintas. Pero es indiscutible que la clave de una sociedad civilizada, educada y tolerante está precisamente en el respeto a las diferentes sensibilidades. Lo contrario nos adentraría en el campo de la intolerancia, el integrismo moral y el totalitarismo. 

La reducción del problema a una cuestión de sensibilidades es la conclusión de todo el debate. Quizás la única conclusión posible. Precisamente, ese es el razonamiento inicial con el que el profesor Wolff introduce su referido libro de las 50 razones. Acudiendo a sus propias palabras: 

(…) Algunos pueden no soportar ver (o incluso imaginar) a un animal herido o muriendo. Este sentimiento es perfectamente respetable. Y no cabe duda de que la mayor parte de los que se oponen a las corridas de toros son seres sensibles que sufren verdaderamente cuando imaginan al toro sufriendo. (…) Pero los adversarios de las corridas tienen que saber que los aficionados compartimos ese sentimiento. Sin duda, esto es algo difícil de creer por todos aquellos que piensan sinceramente que asistir a la muerte pública de un animal (un aspecto esencial de las corridas de toros) sólo pueden hacerlo gentes crueles, sin piedad, sin corazón. Ahí radica su irritación, su arrebato, su animadversión a las corridas de toros. Es difícil de creer y sin embargo es absolutamente cierto: el aficionado no experimenta ningún placer con el sufrimiento de los animales. Ninguno soportaría hacer sufrir, e incluso ver hacer sufrir a un gato, a un perro, a un caballo ni a cualquier otra bestia. El aficionado tiene que respetar la sensibilidad de todos y no imponer sus gustos ni su propia sensibilidad. Pero el antitaurino debe admitir también, a cambio, la sinceridad del aficionado, tan humano, tan poco cruel, tan capaz de sentir piedad como él mismo.

Y prosigue:

(…) El autor de estas líneas garantiza que nunca ha podido soportar el espectáculo del pez atrapado en el anzuelo del pescador de caña -lo que efectivamente es una cuestión de sensibilidad-. Pero nunca se le ha pasado por la cabeza condenar la pesca con caña ni tampoco tratar al pobre pescador de <<sádico>> y aún menos exigir a las autoridades públicas la prohibición de su inocente ocio, que ofrece probablemente grandes placeres a los amantes de esa actividad. Sin embargo, se sabe perfectamente que los peces heridos <<sufren>> agonizando lentamente en el cubo, e indudablemente más que el toro que pelea. (…) Tenemos también algunas razones para pensar que la pesca deportiva con caña ni tiene el mismo arraigo antropológico ni es portadora de valores éticos y estéticos tan universales como la fiesta taurina.     

Pero Francis Wolff verdaderamente llega a la esencia del problema cuando expone:

Una cosa es extraer las consecuencias personales de la propia sensibilidad (por eso, yo no voy de pesca) y otra muy distinta es hacer de dicha sensibilidad un estándar absoluto y considerar sus propias convicciones como el criterio de verdad. Ésa es la definición de la intolerancia. Cada cual es libre de convertirse al vegetarianismo, o incluso a la vida <<vegana>>: nadie prohíbe a nadie abrazar ese modo de vida y las creencias que lo acompañan. Pero otra cosa es querer prohibir el consumo de carne y de pescado, incluso de leche, de lana, de cuero, de miel y de todo lo que proviene de la explotación de los animales. De igual manera, una cosa es prohibirse a sí mismo ir a las plazas de toros y otra muy distinta es ¡querer prohibir el acceso a lo demás!

Ni siquiera se trata de someter el tema taurino a votación, para que decida la mayoría. Esto sería un auténtico despropósito. Esa manía contemporánea de someter cualquier cuestión a votación es un tremendo disparate de consecuencias precisamente antidemocráticas. La democracia implica el respeto a la diversidad. El respeto a todos los colectivos: a las mayorías, a las minorías, a las diferentes opciones éticas, religiosas y morales, a todas las sensibilidades, etc. Por lo tanto, hay cosas que no son objeto de votación. ¿Sometemos a votación la posible prohibición de espectáculos minoritarios como la ópera, el judo o el voleibol? ¿El hecho de que a muchas personas no les guste el grafiti les daría derecho a prohibir su utilización artística en determinadas zonas de las ciudades? ¿El hecho de que un sector de la sociedad estuviera en contra del boxeo le daría derecho a intentar prohibirlo? ¿El hecho de que a mí no me gustara el cocido me legitimaría para eliminarlo de los restaurantes? La democracia es, ante todo, el respeto a todas las libertades y a todas las sensibilidades. Y hay muchísimas cuestiones que no pueden ser objeto de votación. 


La historia nos demuestra que la tauromaquia, a lo largo de los siglos, ha experimentado diferentes crisis y oleadas prohibicionistas. Y de todas ellas ha salido reforzada. Como bien ha expresado la plataforma La Economía del Toro:Se creen modernos, pero llevan intentando prohibir los toros desde 1215”. Es decir, 800 años. En cierto modo, la reciente oleada animalista está sirviendo para que el sector taurino, por primera vez, comience a unirse y a vertebrar su defensa. 


Imagen de www.elperiodicomediterraneo.com



Pero además, el actual debate sobre los toros trasciende al hecho meramente taurino, por cuanto son realmente muchos otros elementos y valores los que están en juego. Valores que constituyen la esencia misma de la democracia. Analicemos. 

A lo largo de todo el blog se ha desvelado la realidad de ese falso animalismo que ha llevado a cabo una injustificable guerra sucia contra la tauromaquia a través de actos vandálicos, de acciones violentas; de la distorsión y deformación de la imagen del mundo taurino; de la proyección social de un entramado de mentiras, tópicos y falsedades; de la manipulación mediática; del acoso social a todas las empresas, personas o entidades que se relacionen con el sector taurino; del boicot turístico; de la presión a políticos y legisladores; etc. Actos que reflejan el odio, la intransigencia, la ignorancia y la xenofobia cultural de un movimiento animalista muy organizado y apoyado económicamente desde el exterior. Un movimiento financiado por un lobby antitaurino mundial constituido por organizaciones animalistas internacionales que destinan grandes cifras económicas para la lucha contra la tauromaquia en todo el mundo. Un movimiento que sitúa al animal al mismo nivel que el ser humano (y con frecuencia por encima de él). Y para lo cual cuenta con el apoyo de la multimillonaria industria de la mascota, que esconde sus sucios intereses comerciales bajo la máscara de un falso animalismo. Pero curiosamente, esta intransigencia y cerrazón les ha llevado a cometer actos violentos no sólo contra personas, sino también contra granjas, ganaderías y establos, causando daños a los propios animales. Su afán por aniquilar todos aquellos espectáculos con animales les lleva a un totalitarismo prohibicionista de tintes antidemocráticos y neofascistas. Y no sólo se trata de las corridas de toros, sino también de las peleas de gallos, de los circos, de las carreras de galgos, de la utilización de animales en cualquier tipo de espectáculos públicos: desfiles, cabalgatas, etc. Ya hemos incidido ampliamente en todas estas cuestiones a lo largo del blog. 

El hecho es que los animalistas pretenden imponer socialmente su peculiar visión del reino animal. Una visión, por cierto, bastante idílica, anti-ecológica y alejada de la realidad. Pero además, también pretenden imponer al resto del mundo su ética y su moral. Como si fuera superior a la de los demás. Y es esto lo que les lleva al integrismo y al fundamentalismo moral, algo que no tiene cabida en una sociedad civilizada. La sensibilidad del animalista es respetable. Y la moral animalista también. Y la opción de ser vegano también. Pero lo que no es admisible es que pretendan imponer su moral al resto del mundo pensando que es superior, o que es la única posible. El animalista debe respetar las opciones morales de los demás, entre las que se incluye la de ser taurino. Ellos no pueden pretender obligar a los demás a seguir sus preceptos morales, del mismo modo que a ellos nadie les obliga a asistir a una corrida. Y tampoco pueden imponer sus criterios a quienes no los comparten, y menos a base de prohibiciones. Nadie lo hace con ellos. Nadie pretende prohibir el animalismo, ni el veganismo. Sin embargo, ellos sí pretenden prohibir la tauromaquia.

Imagen de www.insurgenciamagisterial.com
La antropología nos demuestra cómo las diferentes civilizaciones y sociedades humanas han desarrollado códigos morales diferentes. Y lo que en una cultura podría considerarse moral, en otra no lo era. A fin de cuentas, la ética y la moral son abstracciones humanas. Por lo tanto, los únicos planteamientos éticos que pueden aceptarse universalmente son los que se refieren al respeto al ser humano, a su vida y a su bienestar. Un tema, por cierto, en el que todavía hay mucho por hacer. Y por el que no parecen interesarse demasiado los colectivos animalistas… 

Sin ánimo de hacer demagogia, el fundamentalismo moral (del que hacen gala los colectivos animalistas) fue la característica común de los grandes dictadores de la historia de la humanidad. Por cierto, algunos de ellos -como es el caso del propio Hitler- fueron abiertamente defensores de los animales. Sus primeras medidas tras llegar al poder consistieron precisamente en aprobar leyes de protección animal. Las siguientes medidas todos las conocemos…

El animalismo no lleva a ningún sitio. O en todo caso, a la “extinción voluntaria progresiva de la especie humana”, como ya defienden ciertos colectivos veganos estadounidenses. Por más que muchas personas se adhieran a al movimiento animalista llevadas por su sensibilidad y buena voluntad, se trata de una corriente de pensamiento antinatural e ingenua, manejada por oscuros intereses económicos y comerciales, y que sólo conduce a paradojas absurdas que ya han sido desentrañadas (ver apartados 3, 4, 5, 6, 7). En este sentido, recurriremos una vez más a las palabras del catedrático Francis Wolff:

Y mañana, ¿cuál será la nueva imagen de víctima animal que ya no podrán soportar? ¿Habrá que <<liberar>> todos los animales que el hombre ha domesticado desde hace 11.000 años tal y como lo reclaman ya hoy los teóricos radicales del animalismo en EEUU? ¿Habrá que soltar los cerrojos para liberar a los conejos, y que se apañen Australia y su ecosistema, que estuvieron a punto de perecer bajo el peso de su invasión? ¿Habrá que liberar a los visones, como recientemente se ha hecho en Dordogne, sin preocuparse de la catástrofe ecológica que provocaron? ¿Habrá que liberar a las ovejas del hombre y liberar también a los lobos sin preocuparnos de las ovejas, y liberar también a los osos sin preocuparnos de los agricultores de los Pirineos y sus rebaños (y que ellos también puedan liberarse de los osos, si les apetece)? ¿Hasta dónde nos llevará es locura <<liberacionista>>? (…)

Hoy la fiesta de los toros. Y mañana ¿contra qué la tomarán? ¿Qué inocente placer será descrito como perverso? ¿La caza deportiva, la pesca con caña? Eso ya está. ¿Y entonces? La producción de foiegras ya está prohibida en varios países. El Parlamento californiano votó incluso en el 2004 una ley prohibiendo su comercialización. ¿Y mañana? ¿Habría primero que <<desaconsejar vivamente>> el consumo de carne y de pescado (por razones supuestamente morales, se entiende) para después autorizar su consumo sólo bajo ciertas condiciones, para finalmente decidir prohibirlo? Y pasado mañana, ¿<<desaconsejar>>  la leche, el cuero, la lana… porque suponen explotación animal? ¿Y por qué no la miel? (…)

No se trata simplemente de un debate toros sí / toros no. Se trata de la lucha entre la tolerancia y la intransigencia. Entre la libertad y el totalitarismo. Entre el respeto y el fundamentalismo. O entre la democracia y la dictadura moral.

¿Por qué defender la tauromaquia?

Porque defender la tauromaquia supone, por encima de todo, defender los valores mismos de la libertad, la tolerancia y el respeto. El respeto a las libertades individuales. El respeto a las diferentes opciones morales: moral cristiana, musulmana, judía, india, animalista, taurina… El respeto a las diferentes sensibilidades. Y la tolerancia a las distintas manifestaciones culturales de los pueblos. Frente a lo que han querido vendernos los colectivos animalistas, la tauromaquia representa el verdadero ecologismo, el verdadero animalismo y la verdadera progresía. 
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Hay que reconocer que en ocasiones, los propios intereses de los diferentes profesionales del mundo taurino han provocado una cierta denigración del espectáculo, alejándolo de su autenticidad y de sus valores ancestrales. Posiblemente, esto haya reforzado la visión del antitaurino y la imagen denigrante y distorsionada que han conseguido vender. Pero evidentemente, la solución a ello no está en el aniquilamiento del espectáculo taurino, sino en la lucha por la recuperación de sus auténticos valores. Una lucha que llevan por bandera los buenos aficionados y que, como ya hemos repetido, no es objeto de este blog. 
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El mundo es extraordinariamente complejo y voluble, encerrando intereses y entramados ocultos que no siempre se perciben a simple vista. Evidentemente, si no se reaccionara a tiempo, sería posible que a largo plazo este movimiento animalista consiguiera la aniquilación del espectáculo taurino. Barbaridades más atroces se han visto. Hitler exterminó a seis millones de personas. Pero está claro que una hipotética prohibición de la tauromaquia sería una inmensa tragedia cultural, artística, ecológica, antropológica, económica… Una aberración moral denigrante para la propia humanidad. Sería un expolio que no nos perdonarían las generaciones posteriores cuando comprendieran que el ser humano fue capaz de enfrentarse a un toro bravo con un trozo de tela, arriesgando su vida y consiguiendo, mediante el dominio de la fiereza animal, una manifestación artística reconocida universalmente por ser poseedora de una belleza y simbología absolutamente extraordinaria. 

La protección, preservación y difusión de la tauromaquia es una tarea ineludible. Y es un deber irrenunciable de los gobernantes. Y de entidades como la ONU o la UNESCO. La defensa del fenómeno taurino y de sus valores universales es un canto a la libertad, a la tolerancia, al respeto, al entendimiento, a la democracia, a la ecología, a la historia y a la cultura. Un canto a la propia civilización humana.



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