“El
simbolismo de la corrida de toros equivale a la lucha de toda la humanidad para
transformar lo destructivo de la fuerza instintiva, descontrolada, en potencial
creador que, en última instancia, hace vislumbrar la naturaleza humano-divina
del alma humana”.
Rebeca
Retamales. Doctora en Medicina y Licenciada en Psicología.
Resulta imposible sintetizar en unos
pocos párrafos toda la grandeza y complejidad de la tauromaquia. Se trata de un
fenómeno con múltiples facetas, dimensiones y matices, que requeriría ser
abordado desde diferentes perspectivas y disciplinas. La tauromaquia aglutina
aspectos culturales, históricos, artísticos, sociales, antropológicos, filosóficos,
éticos, rituales, mitológicos, etc. Y ante todo, conlleva un legado de valores
humanos universales. Para quien se acerque a esta manifestación artística sin
haber tenido un contacto anteriormente, o sin haber crecido inmerso en su
dimensión cultural, profundizar en el conocimiento del fenómeno taurino
conlleva años de dedicación y estudio.
Me inclino a entender la tauromaquia
en un sentido amplio, incluyendo todo aquel enfrentamiento del hombre con el
toro, ya sea con fines rituales, sacrificiales, lúdicos, festivos, culturales,
artísticos… Para muchos críticos y estudiosos del ámbito
taurino, la tauromaquia no sólo incluye la corrida formalizada, sino todos los
festejos y celebraciones que puedan enmarcarse dentro de lo que podríamos
denominar el “hecho taurino”, por representar esta relación atávica entre el
humano y el toro. Por ello la tauromaquia también abarca el rejoneo, la corrida
camarguesa, la corrida landesa, las diferentes manifestaciones populares: encierros,
capeas, bous al carrer, toros embolados, toros ensogados, recortadores,
forcados, concursos de anillas, concursos de roscaderos, festejos hispanoamericanos
como las corralejas o el jaripeo, etc. Y en un sentido histórico, todos los
mitos, ritos y juegos con que el ser humano ha desarrollado su relación con el
toro en las diferentes épocas y culturas. Todas estas manifestaciones tienen en
común la fascinación y admiración por el toro bravo, que constituye siempre el
fundamento y el eje central de todas las formas de tauromaquia.
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Ahora
bien, el máximo exponente del hecho taurino es la corrida moderna, por alcanzar
un mayor grado de profundidad al aglutinar elementos rituales, mitológicos,
simbólicos y culturales acumulados durante miles de años. Aunque la corrida
formalizada, tal como hoy la entendemos, se comenzó a desarrollar entre los
siglos XVII y XVIII, sus raíces son ancestrales. La corrida actual sólo es el
resultado de un largo y fascinante proceso histórico. El fenómeno taurino es una
manifestación de orígenes milenarios. Se hunde en los cimientos mismos de la historia.
Y al igual que otras expresiones artísticas, como la música o la pintura,
parece tratarse de un hecho universal, presente en la mayoría de las culturas y
civilizaciones humanas.
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El
más arcaico antepasado del toro parece ser el “Bos acutrifons”, animal nativo de Asia central hace aproximadamente
2 millones de años. De Asia se extendió a la India, Medio Oriente, China,
Rusia, África y Europa, originando las diferentes subespecies de Bos
Primigenius: el uro euroasiático (“Bos
Primigenius Primigenius”), el uro africano (“Bos Primigenius Africanus”) y el uro indio (“Bos Primigenius Namadicus”). Desde hace cientos de miles de años
se documenta la presencia del uro en la península Ibérica. Diferentes
mutaciones, mezclas y evoluciones dieron lugar al “Bos Tauros Ibéricus”, con el que ya convivían los primeros
agricultores de la península hace más de 30.000 años, y que es el antecesor
directo del toro de lidia.
El
ser humano ha sentido desde siempre una gran fascinación por este animal,
quedando sugestionado por su fiereza, fuerza, corpulencia, velocidad,
agresividad y poder sexual. Todo ello hacía del Bos Taurus un ser sagrado para el hombre primitivo, que lo
convirtió en un tótem, en un animal mitológico, símbolo de fortaleza, fiereza,
arrogancia, fecundidad y abundancia. El
hombre lo adoraba e idolatraba, elevándolo de este modo al grado de divinidad.
A través de las pinturas rupestres, el ser humano intentaba acercarse a la esencia
del toro, buscando el contagio sagrado de sus poderes.
La
acometida del uro resultaba temible para el hombre. A pesar de ser un herbívoro
y no un depredador, la violencia de sus ataques era con frecuencia letal,
incluso para otros miembros de su propia especie. Este instinto ofensivo se
manifestaba especialmente como acción protectora de su terreno. Su tamaño,
agresividad y la longitud y poder de sus astas le hacían mostrarse como una
fiera indómita e insumisa a la dominación humana. Pero el hombre y el toro
estaban condenados a convivir y a combatir.
En
un principio, el ser humano se limitaba a observar con curiosidad y precaución
los movimientos y costumbres de las manadas de uros, que se desplazaban entre
la montaña, la dehesa y la marisma, en función de la época del año. Después
aprendió a combatirle sin invadir su territorio, consiguiendo desplazarlo a
tierras menos fértiles para la agricultura. Posteriormente desarrolló las
habilidades necesarias para cazarlo y darle muerte. Más tarde se atrevió
incluso a desafiarle frente a frente, arriesgando su propia vida en el envite.
Todo ello da lugar a un sinfín de mitos y leyendas sagradas relacionadas con
este animal tan venerado.
Del
mismo modo, surgieron una enorme diversidad de juegos, rituales y cultos que tenían
por objeto el desafío, burla o sorteo, sometimiento, caza y sacrificio de este
primitivo toro. Todos estos ritos conformaron una serie de tauromaquias
ancestrales, presentes en toda la cuenca del Mediterráneo, como bien ha
recogido André Viard. Y presentes también, de un modo u otro, en todas las
culturas que poblaron la Península Ibérica a lo largo de los siglos: celtas,
vascones, iberos, fenicios, romanos, musulmanes… Todos ellos practicaron formas
ancestrales de tauromaquia.
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Los
descendientes del extinto uro experimentaron desarrollos distintos según la
zona, en función de las diferentes mutaciones, evoluciones y mezclas sufridas
en cada lugar, época y circunstancias. En la mayor parte de los países, estas
especies fueron reducidas y domesticadas como animales de labor y como
productores de carne y leche. Por el contrario, en España, la práctica de estas
tauromaquias ancestrales y la inclinación del pueblo por ellas propiciaron la
conservación y potenciamiento de ese instinto ofensivo, de esa fiereza natural
presente en el toro primitivo. Por ello, en nuestro país, la evolución del toro
corre paralela a la de las prácticas taurinas, originándose el toro de lidia
moderno.
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Desde
el siglo XVII proliferan ganaderías encargadas de la cría y selección del toro,
a partir de diferentes encastes fundacionales que portan un legado genético
único. Los ritos y juegos taurinos milenarios conservados en España evolucionaron
hasta desembocar en la corrida de toros moderna, confluyendo rasgos de
tauromaquias ancestrales en un espectáculo único que pone el acento en la
exaltación de la bravura del toro dentro de una lucha épica y sincera con el
ser humano. Desde la península ibérica, la corrida moderna fue exportada al
resto de lugares en los que hoy se celebra. Con el paso del tiempo, países como
Francia, Portugal, México, Colombia, Venezuela, Perú, Ecuador… acabaron
desarrollado una importante tradición taurina.
El
valor cultural y artístico de la tauromaquia, su influencia en todas las artes
o la existencia de ramas taurinas en diferentes ciencias y campos del
conocimiento han sido aspectos analizados en el apartado 19, por lo que no
vamos a incidir nuevamente en ello. Sin embargo, sí que es interesante
profundizar en las diferentes facetas que confluyen en el espectáculo taurino.
Como bien explica el catedrático y filósofo Francis Wolff, la corrida de toros
encierra tres dimensiones fundamentales: la técnica, la estética
y la ética.
Para
poder llevar a cabo adecuadamente la lidia del toro se requiere de grandes
conocimientos y destreza técnica. Estos saberes se han ido desarrollando
a lo largo de los siglos, hasta formar un complejo corpus teórico-práctico que
comienza por el propio conocimiento del animal. El torero debe penetrar en la
psicología del toro, entender cada uno de sus comportamientos y reacciones.
Sólo así podrá plantear una respuesta técnica adecuada a cada una de las
conductas del animal. Y sólo así, dándole una lidia adaptada a su condición,
podrá dominarlo y salir triunfante. Ya se comentó anteriormente que en la lidia
de un toro bravo, todo debe tener un porqué, un sentido y un fundamento. Pero
lo interesante de la cuestión está en que el comportamiento del toro es
complejo y cambiante. Depende de cada encaste y de cada animal individual. Y
además este comportamiento irá transformándose durante la lidia, mejorando o
empeorando en función de los aciertos o errores del lidiador. Por eso es tan
importante que el torero analice todas las reacciones de su oponente y sea
capaz de tomar -en décimas de segundo- las decisiones técnicas más acertadas.
Los
matices del comportamiento del toro de lidia son increíblemente variables. Los
ganaderos, en la selección de este animal, llegan a evaluar a veces más de 100
características: fijeza, prontitud, humillación, recorrido, fuerza, fiereza,
nobleza, clase, ritmo… Todo ello dará lugar a las condiciones básicas del toro:
la casta, la nobleza, la bravura... La combinación de todas estas cualidades
hace que no existan dos toros iguales. Por ello es tan difícil y fascinante el
profundizar en el conocimiento de este animal. Y el torero, una vez observadas
estas condiciones, pondrá en juego su destreza técnica para conseguir el
dominio de la res a su propia voluntad. A lo largo de la historia de la
tauromaquia se han desarrollado cientos de suertes de capa y muleta. Ahora
bien, la labor del diestro no consiste solamente en la elección y ejecución de
las suertes más apropiadas en cada momento, sino también en adecuar la
interpretación de las mismas a las condiciones del toro.
Evidentemente,
no es objeto de este blog el profundizar en la técnica taurina. Para ello hay
cientos de libros, además de artículos, reportajes, cursos de aficionados
prácticos, etc. Pero baste indicar que este complejo entramado técnico abarca multitud
de elementos que a su vez son variables: terrenos, querencias, distancias,
alturas, toques, colocación… En función de la condición del toro, y de su
propio concepto taurino, el diestro podrá colocarse de frente, dando el medio
pecho, de perfil; cruzado, al hilo del pitón; en larga, media o corta distancia;
con el compás más o menos abierto; adelantando o no la pierna de salida,
cargando la suerte, etc. Y presentará la muleta plana, oblicua, adelantada,
retrasada, tomada por el centro o por los extremos, etc. De todo ello y de
muchas otras variables dependerán cuestiones como la trayectoria del muletazo,
su profundidad, su dirección, su longitud, su altura, su ajuste o ceñimiento,
su limpieza, etc. La tauromaquia conlleva una geometría complejísima. Y conceptos
como la quietud, el temple, el mando o la ligazón suponen la base de la
evolución taurina del siglo XX.
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La
ductilidad y versatilidad del capote y la muleta aportan al toreo una increíble
cantidad de matices y sutilezas. El manejo de los “trastos” de torear es un
mucho más complejo de lo que pueda parecer, pues hasta el más mínimo detalle en
la forma de coger las telas puede influir poderosamente en el resultado del
lance y en la conducta del animal. El
mundo de los matices técnicos del toreo es fascinantemente complejo. Penetrar
en su análisis es un gran deleite para todo buen aficionado. Es lo que “le
engancha”. Pero además, esto nos permite acercarnos un poco más a la esencia de
la tauromaquia. Porque la técnica del toreo, además de estar ligada a la
condición y características del toro, también va consustancialmente unida a las
otras dos dimensiones aludidas: la estética y la ética.
Más
allá de la mera técnica, el torero persigue la esencia de la belleza en la
búsqueda de la expresión plástica. Hombros, codos, muñecas, cintura y caderas,
junto con pecho, barbilla y riñones, tienen su propia misión y deben acompañar cada
movimiento para intentar que el conjunto formado por el animal y el hombre
constituya un todo armónico y orgánico. Cuando el diestro, a través de la
técnica, ha conseguido el dominio del comportamiento del toro a su propia
voluntad, pondrá en juego los elementos artísticos-expresivos, de naturaleza estética.
De este modo, toro y torero parecerán fundirse en una misma voluntad, confluyendo
en un sugestivo ballet de una enorme belleza y simbología. La vida frente a la
muerte. La inteligencia frente a la fuerza bruta. El amor frente al odio. La
suavidad frente a la aspereza. Razón y emoción como dos caras de una amalgama
de sentimientos y sensaciones indescriptibles, que magnetizan al público y le abren
a una realidad diferente. Miles de aficionados, fundidos en una especie de
comunión espiritual, son transportados durante un breve espacio de tiempo a una
dimensión trascendente. Por eso la tauromaquia es un arte para millones de
personas en el mundo. Cualquier persona que haya experimentado este estado de
catarsis taurina lo comprenderá perfectamente, más allá de misticismos o expresiones
elocuentes. Por suerte o por desgracia, esto no ocurre siempre, sino muy de vez
en cuando. Pero esto es lo que hace que un aficionado pase por taquilla tarde
tras tarde, soportando decepción tras decepción, movido por la infinita ilusión
de volver a vivir algo tan grande.
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Pero
si las vivencias del aficionado espectador pueden llegar a ser intensas, no
podemos ni imaginar las sensaciones del torero cuando alcanza el éxtasis
artístico frente a un animal de estas características y ante la concurrencia de
miles de personas que llegan a ser partícipes de la obra al fusionarse en esa
catarsis emocional. Y no olvidemos que para ello, el torero ha tenido que
sobreponerse al miedo sobrehumano que le acecha durante las horas y días
anteriores a la tarde en la que ha de jugarse la vida. La experiencia del
triunfo en el torero no es comparable a nada en el mundo, como ellos mismos han
reconocido una y otra vez. Incluso el mero hecho de ponerse delante de una
becerra brava supone para muchas personas una experiencia inolvidable. Como
ejemplo de ello están los miles de aficionados prácticos, que realizan el toreo
de forma amateur frente a becerras o novillos, pero que viven estas sensaciones
con una pasión indescriptible sin la cual no pueden entender la vida. Por
cierto, también han sido muchísimos los casos de antitaurinos que se han
convertido en aficionados por la simple experiencia de asistir a un tentadero y
de ponerse delante de una res brava. Algo tendrá el agua cuando la bendicen.
De
entre los cientos de testimonios referentes a esa magia del toreo, podemos
citar las palabras del maestro Luis Francisco Esplá en el programa radiofónico Asuntos Propios, por su mayor componente
intelectual:
“A
mí siempre lo que me ha interesado es la relación con el toro, conocer su
etología. En las faenas hay momentos, pequeñas ráfagas en las que no sé
discernir hasta dónde la aportación es del toro y hasta dónde es mi aportación.
Se solapan las voluntades. Se funden. Se confunden. Ese es el milagro del olé.
(…) Es un milagro haber perpetrado el cosmos del toro, que me ha dejado hacer
lo que yo haya podido conseguir con toda su animalidad, con toda sus
pretensiones, que son siempre las de desbordar, romper y desbaratar toda
propuesta humana. Conseguir con eso una labor estética, en tan sólo 10 minutos,
me parece que es un milagro”.
Por
otra parte, no hay que olvidar ese tercer factor que engrandece este
enfrentamiento atávico entre el hombre y el toro: la ética. La lidia de
un toro se basa en la fidelidad a unos códigos éticos que han de respetarse con
integridad. El torero debe hacer una utilización de la técnica sin trampas,
engaños ni ventajismos. De ahí se deriva el concepto de “pureza” y la dimensión
ética del espectáculo. Por eso se dice que se trata de una lucha noble e
igualada, aunque no siempre lo sea del todo… Y es que la técnica también puede
utilizarse como recurso ventajista, en menoscabo de la ética. Cualquier torero
posee los conocimientos y destrezas necesarias para poder “aliviarse” y correr
menos riesgo. Sin embargo, en otros casos, su honestidad, su “vergüenza
torera”, y la fidelidad a su concepto y a la propia ética del espectáculo le
llevarán a renunciar a las trampas, artimañas y argucias, exponiendo su vida en
cada lance.
Por
ejemplo cuando el torero, ofreciendo el pecho al toro, adelanta la muleta,
presentándola plana y cargando la suerte al adelantar la pierna de salida y
echar sobre ella todo el peso de su cuerpo. Y tras embarcar al animal con la panza de la muleta, se
lo enrosca a la faja llevándolo muy despacio, muy ceñido, con la mano muy baja y
prolongando en línea curva la trayectoria de un muletazo que debe rematar
detrás de la cadera. Tras rematarlo, ha de quedarse “en el sitio” sin enmendarse,
dejando la muleta “muerta” en la cara del animal con objeto de ligar el resto
de muletazos de la serie sin solución de continuidad.
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Por
supuesto, también existe la pureza en los lances de capa, en la suerte de
varas, en el tercio de banderillas y en la espada. El diestro matará al toro
arriesgando su propia vida. No lo matará por la espalda, ni a traición. Sino de
frente y por derecho, ofreciendo su pecho y su corazón en un sobrecogedor
encuentro a vida o muerte. A este respecto, vienen de nuevo a colación las
palabras del maestro del toreo Luis Francisco Esplá:
“Los
toros han sido siempre un ejemplo de vida. En los toros el público es el que
cuestiona democráticamente a quién da los premios, a quien erige en su
triunfador. Se mata de frente, se es fiel a la norma. Incluso, aunque le cueste
la vida al torero. El torero compromete su vida por fidelidad a la norma. A mí
al toro me gustaría matarlo por detrás, por el culo, que es por donde menos
riesgo hay. Pero no; tengo que matarlo por delante, por encima, y además antes
enseñarle bien el pecho”.
La
muerte del toro es la consecuencia natural de su lidia. Como ya se ha dicho
varias veces, el toro no es una mascota, sino un poderoso animal preparado
naturalmente para la lucha, para el combate. Y de hecho, el animal
verdaderamente bravo muere en actitud de ataque, en actitud combatiente y
arrogante. Por eso, como también suele decir Luis Francisco Esplá, el toro no
inspira compasión; sino respeto, veneración y admiración. La res brava se emplea
al máximo en una lucha entregada en la que defiende su casta y su raza. Como
bien expresó Enrique Tierno Galván: “El
toro vive en el ruedo una gloriosa aventura, coronada por la mayor concesión
que el hombre pueda hacer con el animal: la lucha franca e igualada”. Evidentemente,
tras haber sido lidiado, el toro no tiene otra utilidad, sino la del
aprovechamiento de su carne como alimento. Ahora bien, su final en la plaza es
el de una muerte digna, acorde con la dignidad de su lucha. Y conservando la
posibilidad de herir, e incluso matar, en el envite. Como así ha ocurrido en
muchos casos.
Nada
tiene esto que ver con la muerte fría, denigrante y a traición que se produce
en un matadero. Y de ello pueden dar fe quienes han estado allí y han observado
las reacciones de los animales antes de ser sacrificados. El ganadero Fernando
Cuadri, uno de los grandes conocedores del toro de lidia y su ecosistema, ha
expresado en diversas ocasiones que lo que más descompone a un vacuno es el
olor a sangre del matadero. A este respecto, podemos traer a colación otra
reflexión del Luis Francisco Esplá: “Si
la modernización del toreo pasa por abolir la esencia misma del toreo, que es
la muerte, no me interesa. En Portugal es lamentable ver el final del toro, que
ha sido un héroe, ha sido quien le ha dado al toreo el sentido. Y verlo
derrotado, irse vencido entre los bueyes, para mí es terrible. Es la ruptura,
la disgregación, la disolución del mito”.
Pero
además, el toro tiene también la oportunidad de salvar su vida mediante el
indulto, si demuestra una condición excepcional. Evidentemente, no siempre sale
un toro completamente bravo y encastado, al igual que no siempre el hombre
torea con pureza y sin ventajas. Pero a eso se aspira. Y por mucho que “se
alivie” el torero, mientras haya un toro delante siempre hay peligro, siempre
estará exponiendo su vida. Prueba de
ello es la cantidad de personas que la han perdido delante de las reses.
La
cornada viene cuando se cometen errores técnicos. Pero también cuando el
torero, en esa búsqueda de la verdad y de la pureza, arriesga al máximo como
consecuencia de renunciar a las trampas y ventajas. Ahí está la grandeza de un
espectáculo en el que, a diferencia del teatro o el cine, se muere de verdad.
No es objeto de este blog exponer la enorme nómina de novilleros, matadores,
picadores y banderilleros que han muerto en las astas de las reses a lo largo
de los la historia de las corridas de toros. La tragedia, la cornada y la
muerte es la cara amarga de la tauromaquia. Sin embargo, esa sensación palpable
de peligro real es lo que aporta a este rito su autenticidad. Evidentemente,
ningún aficionado desea que llegue la cornada, ni la desgracia. Pero si
desapareciera esa sensación de riesgo verdadero, el espectáculo taurino no
tendría ningún sentido. Sería una farsa, una pantomima.
Está
claro que no siempre se llega a la cumbre de la técnica, de la estética y de la
ética. Lo ideal en tauromaquia es esa faena en la que el diestro, a través de
la elección de las decisiones técnicas acertadas, consigue someter al dominio
de su voluntad a un toro verdaderamente bravo y encastado. Y haciéndolo con
pureza, sin trampas, exponiendo su propia vida en un enfrentamiento ético que
además formará un conjunto estético de una belleza subyugadora. Este es el
ideal artístico. Pero, evidentemente, no se consigue todos los días. Además,
los profesionales taurinos con frecuencia sacrifican parte de este ideal en
aras de su comodidad y conveniencia. Es indiscutible que esto ha llevado en
ocasiones a una cierta degradación del espectáculo taurino. Pero precisamente
en la recuperación de esa autenticidad está la batalla de los aficionados (lo
cual ya no es objeto de este blog…).
La mayor o menor prevalencia de las tres
facetas señaladas es lo que permite la existencia de diferentes tipos de
toreros, de diferentes tipos de faenas y de diferentes tipos de aficionados.
Hay quienes se complacen sumergiéndose en el complejo análisis de los elementos
técnicos; hay quienes se subyugan rápidamente por la belleza plástica del
toreo; y hay quienes buscan emocionarse a través de la verdad, sinceridad y
honestidad del diestro durante la faena. Pero en todos los aficionados y
profesionales taurinos conviven estas tres facetas, en mayor o menor grado.
Pero
aún hay más. Además de todo lo anterior, la tauromaquia también encierra
elementos simbólicos y rituales. En palabras de Vargas Llosa: “La vida en toda su complejidad se refracta
en el mundo taurino, símbolo y reflejo de la condición humana”. Son muchos los intelectuales que han
penetrado en esas extraordinarias simbologías sobre la vida, la muerte, la
naturaleza y el ser humano que posee la tauromaquia. Como ya se ha apuntado, este
espectáculo representa el triunfo del intelecto del ser humano frente a la
fuerza bruta de la naturaleza. De la inteligencia frente a la animalidad. De la
vida frente a la muerte. Del valor frente al miedo. De la delicadeza frente la
violencia. Del amor frente al odio. François Zumbiehl, en su libro “El discurso de la corrida” lleva a cabo
diferentes análisis del espectáculo taurino, incluyendo su lectura religiosa o
su lectura erótica. Es sorprendente la extraordinaria simbología que el arte
taurino posee.
En
este intento de acercarnos brevemente a la esencia del espectáculo taurino,
podríamos hablar de muchísimos otros aspectos. Pero no procede hacerlo, pues como
cualquier arte, la tauromaquia es un pozo sin fondo que tanto más se amplía
cuanto más se profundiza. Por ello, podemos poner fin a este apartado hablando de
una cuestión de gran importancia. Detrás de esa apariencia folclórica o festiva
que ha dado lugar a tantos tópicos y malentendidos, la tauromaquia encierra un
impresionante legado de valores. Precisamente, muchos de los valores que
se echan en falta en la sociedad actual.
Se
desprende de todo lo dicho hasta aquí. Pero, si alguien aún se pregunta por
esos valores, le bastará con acercarse a cualquier escuela taurina para
comprenderlo. Para una persona que emprenda el dificilísimo camino de intentar
ser torero, resultarán imprescindibles valores como el esfuerzo, el sacrificio,
la constancia, la dedicación, el compañerismo, el conocimiento de sí mismo, el
autocontrol, la capacidad de superación, la fe en uno mismo, el aplomo, la
paciencia, la resiliencia… Ante todo, la capacidad de sobreponerse al miedo y a
las adversidades, el amor por la
profesión y la entrega en cuerpo y alma a la actividad a la que uno dedica su
vida y en la que sabe que puede perderla. Y por supuesto, el respeto al animal,
a su ecología y a su condición natural.
El
propio mundo taurino ha sido siempre poseedor de unos valores conservados con
rigor: el respeto, la solidaridad, la autenticidad, la solicitud, la
disposición de arriesgarse por salvar al otro, la lealtad, el respeto al rival,
la honestidad, la elegancia moral, la fidelidad a la palabra, etc. Lo cual no
quiere decir que el torero siempre posea o practique estos valores en grado
máximo, como es lógico. Pero se trata de valores consustanciales a lo que se
denomina “educación taurina”.
La
propia conducta del toro en la plaza, como expresa Victorino Martín, puede ser
tomada como modelo de conducta para la vida. Y lo mismo puede decirse respecto
al toreo, pues la forma de interpretarlo por parte de cada diestro está
asociada a unos valores determinados. Uno de los atributos principales del arte
es la representación simbólica de la realidad. En consecuencia, del concepto
taurino propio de cada torero y de la forma de llevarlo a cabo se desprende un
contenido más profundo y sutil. Como suele expresar el gran aficionado y crítico
taurino Lope Morales: “el torero tiene
diez minutos para mostrar su concepción de la vida delante de veinte mil
personas”. El ejercicio del toreo puro, el que se realiza sin trampas ni
ventajas, conlleva elevadísimos valores morales: la honradez, la honestidad, la
integridad, la franqueza, la sinceridad, la naturalidad, la sencillez, la
humildad, la búsqueda de la verdad, el respeto a la norma, la entrega, la
limpieza moral, la resiliencia, la fidelidad a uno mismo, la coherencia…
Valores para la vida. Valores universales.
La
suma de sensaciones y vivencias que el espectáculo taurino -y todo su ambiente-
aporta al aficionado es indescriptible. Forma una parte fundamental e
irrenunciable de su vida. El aficionado observa el mundo a través del toro.
Para él, la tauromaquia no es una simple fiesta. Ni solamente un arte. Es
también una ética, una fuente de valores, una cultura, una opción filosófica, una
forma de vida, una referencia espiritual y una lente a través de la cual comprende
el mundo.